jueves, 27 de noviembre de 2014

«Leer» no se enseña, se contagia.

«No puedes comprar la felicidad. Pero puedes comprar libros y eso es algo similar»


«Leer» no se enseña, se contagia. La frase no es mía. La vi en un  sticker de una escuela y como se aproxima inauguración de la FIL, puede ser que nos preguntemos, ¿cómo se enseña a leer? ¿Cómo se contagia? He preguntado a varios -incluído al autor de la frase «la lectura se contagia»- y aquí van algunas respuestas:

1. «Leer aunque no se antoje. Como en la vida se hacen cosas que no siempre nos gustan, es mejor irse probar el esfuerzo con cosas que valen la pena». El argumento es un poco violento, y quizá tal vez por ello, extraño. Tal vez por que hemos pensado que la lectura se hace porque produce placer. En parte sí, pero la lectura es importante no sólo por el fruto que produce, sino por la raíz en la que se nutre. Como toda raíz, ha de buscar su sitio por anclarse a la tierra. Algo así requiere esfuerzo. Leer también. Hay que leer aunque no haya ganas. Porque en la vida haremos cosas que no nos gustan, más nos vale entrenarnos en algo que vale la pena. 

2. «Para hablar como Don Juan, y escribir como Cervantes». De forma análoga al dicho de las abuelas –«somos lo que comemos»-, también escribimos y hablamos de lo que leemos. Una de las habilidades más valoradas en los profesionales de hoy es la capacidad de transmitir una idea con precisión. ¿Cómo entrenarnos para hacer algo así? No hay más que escribir. Pero el depósito de ideas, palabras, fórmulas y modos de decir se acrecienta con la lectura.

3. Los dos argumentos anteriores sirven pero hasta cierto punto, por que son utilitaristas: «leemos porque conseguimos algo a cambio». Pero si la lectura es la puerta para la sabiduría y ésta es un bien humano que vale la pena buscar por sí mismo, debe existir un motivo que justifique la actividad lectora. Dice C.S. Lewis que la lectura nos dice algo de la vida, nos introduce en el mundo de otros y en ellos aprendemos a darle sentido al nuestro. Quien no lee vive como en una cárcel, donde sólo reconoce lo que ha experimentado en su entorno y en su tiempo. Sólo tenemos una vida, un tiempo, y unas conexiones; por eso, quien quien no lee, sólo sabe de lo que alcanza a ver frente sí. Quien lee, amplía sus registros emocionales, intelectuales y morales gracias a los cuales puede comprender mejor lo que le sucede, prever lo que vivirá si toma unas decisiones equivocadas -o correctas-, aprenderá a darle cause a sus penas y potenciará sus alegrías . El momento eureka, el gozo de la lectura llega una vez que ya se ha leído, difícilmente antes. Por eso, enseñar a leer requiere un maestro que nos siembre la inquietud. Alguien que nos contagie.

Entonces, ¿qué consejo práctico daría a unos padres que quisiera inculcar en sus hijos el hábito de la lectura? En la práctica, asumo que el padre o la madre ya es un lector y conoce, en parte, el texto. Sugiero hacer tres cosas equivalentes a tres momentos distintos. Al entregar el libro, ofrecer una visión general de tema del que trata. Segundo, mientras lee el libro, hacer una pregunta al lector que conectaría el asunto del libro con su vida concreta, una especie de pellizco que diga «¡Hey! ¡En este libro hay un problema que tú también experimentas! ¿Qué harías si te pasara lo mismo?».  Tercero: escuchar, platicar y compartir el eco que el libro produjo en el hijo, en el alumno, en el amigo. Es el momento en que, como dice Lewis, «la experiencia literaria cura la herida de la individualidad sin socavar sus privilegios». Es el momento en que nos convertimos en mil personas sin dejar de ser nosotros mismos.  

Aquí dejo estos párrafos del ensayo de C.S. Lewis «La experiencia de leer. Un ejercicio de crítica experimental.»
«¿Qué valor tiene leer lo que alguien escribe?» equivale a la pregunta «¿Qué valor tiene escuchar lo que alguien dice?». Salvo que una persona sea capaz de encontrar en sí misma todas las informaciones, las diversiones, los consejos, las críticas y las alegrías que desee, la respuesta es obvia. Y si vale la pena escuchar o leer, entonces también puede valer muchas veces la pena incluso para poder descubrir que algo no la merece. [...]
Aquí reside, si no me equivoco, el valor específico de la buena literatura considerada en su aspecto de logos; nos permite acceder a experiencias distintas de las nuestras. Al igual que éstas no todas esas experiencias valen la pena. Algunas resultan, como suele decirse, más «interesantes» que otras. Desde luego, las causas de ese interés son muy variadas, y son diferentes para cada persona. Algo puede interesarnos porque nos parece típico (decimos: «¡Qué verdadero!»), anormal (decimos: «¡Qué extraño!»), hermoso, terrible, pavoroso, regocijante, patético, cómico o sólo excitante. La literatura nos da la entrée a todas esas experiencias. Los que estamos habituados a la buena lectura no solemos tener conciencia de la enorme ampliación de nuestro ser que nos ha deparado el contacto con los escritores. Es algo que comprendemos mejor cuando hablamos con un amigo que no sabe leer de ese modo. Puede estar lleno de bondad y de sentido común, pero vive en un mundo muy limitado, en el que nosotros nos sentiríamos ahogados. La persona que se contenta con ser sólo ella misma, y por tanto, con ser menos persona, está encerrada en una cárcel. Siento que mis ojos no me bastan; necesito ver también por los de los demás. La realidad, incluso vista a través de muchos ojos, no me basta; necesito ver lo que otros han inventado. Tampoco me bastarían los ojos de toda la humanidad; lamento que los animales no puedan escribir libros. Me agradaría muchísimo saber qué aspecto tienen las cosas para un ratón o una abeja; y más aún percibir el mundo olfativo de un perro, tan cargado de datos y emociones. La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus privilegios. Hay emociones colectivas que también curan esa herida, pero destruyen los privilegios. En ellas nuestra identidad personal se funde con la de los demás y retrocedemos hasta el nivel de la sub—individualidad. En cambio, cuando leo gran literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de ser yo mismo. Como el cielo nocturno en el poema griego veo con una miríada de ojos, pero sigo siendo yo el que ve. Aquí, como en el acto religioso, en el amor, en la acción moral y en el conocimiento, me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser más yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario